Ni el aullido de los perros ni el sollozo de los niños
es tan angustiante como percibir la silenciosa muerte del individuo,
en alma y mente, en su duda y su imaginación,
victimas del ego, el odio y la vacuidad.
Al morir su sed se secan sus raíces,
cuerpo ligero hasta volverse arena,
victimas del cansancio, la soledad y la indiferencia.
El sueño propio de despertar, podrido,
tan sólo logra servir de abono para el sueño ajeno.
Y el último susurro del eco de algún grito pasado
se disuelve como un réquiem en el silencio.
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